Adela ha tenido un año difícil; quizás ese es el motivo que la llevó hasta aquí. Siente que tiene por delante un camino que es un folio blanco en el que volver a reescribir su historia. Anoye, en el lado francés de Los Pirineos, es un pueblecito a la suficiente altura como para tomarse la vida cuesta abajo antes de tomar fuerzas para iniciar el Camino a Santiago, ciudad de la que la separan 790 km. A lo lejos, detrás de ella, hay una sombra que la espía; ella sabe quién es, pero sigue andando.
El carácter urbano de este tramo la confunde, y entre los bosques de Barricoumbres y Bastard se propone pensar en su ex-novio por última vez. Otro aliento, una brisa de paz al atravesar el parque du Lac des Carolins durante el enlace entre Morlàas y Lescar, un pueblo donde se despliegan obras maestras del románico, como su iglesia de Sainte-Foy. En el primer albergue, un viajero le ha dicho que ha visto luciérnagas en la noche y ella sonríe aunque sabe que es mentira. Es el placer de sentirse desconocida en mitad de una ruta mágica.
Al llegar a Lacommande, se siente segura. Ha recuperado el espíritu de los viejos creyentes que atravesaban esta ruta para llegar a algún lugar donde todo puede suceder. “Es el camino y no el destino”, se repite mentalmente. Todo va quedando algo más atrás, y se cobija andando bajo los grandes árboles y acariciando a la vaca que pace a un lado como si nada importara. A lo lejos, Oloron-Sainte-Marie anuncia que España está cerca, aunque en esta tierra se confunda el mundo. Ya ha recorrido 60 kilómetros, pero la sombra continúa ahí.