Narcos está muy bien, pero que no te engañen. Colombia ha hecho bien sus deberes y ha potenciado su receta para conquistarte. ¿Los ingredientes? Sabrosura, color y buena gente.  Y a veces, incluso una pizquita de aguardiente.

 

Medellín era una fiesta

En el aeropuerto de Medellín me espera un taxista al que le gusta la cumbia y las tapicerías de leopardo. ¿De España?, Sí, ¿Un cigarro?, Gracias, Súbele, ¡Con gusto!… ¿Y Pablo Escobar? Tiempo después me doy cuenta de que El Patrón divide más a la población que la pizza hawaiana.

Conversaciones propias de una primera noche en Colombia que se detienen cuando allí, la impresionante Medellín, brilla entre las montañas.

Tras un check in y tres horas de sueño, lo más light que encuentro para desayunar es una bandeja paisa con tocino, huevos y otra docena de manjares más. El mejor plato antes de meterte en un metro de Medellín que parece un museo con ruedas. Hasta que algo se mueve y ves bajo tus pies a una mujer tendiendo la ropa. Sí, aquí un metro puede convertirse en teleférico de repente y hacerte recordar aquellas tardes de feria con una sonrisa.

La cosa va de alturas, porque Comuna 13, un barrio marcado por los  trapicheos de Escobar en los 80, es hoy un oasis de arte urbano. Un “balcón de Medellín” donde los mejores de Colombia han compuesto diseños llenos de color, mensajes de canción trap y mujeres mágicas. Además, aquí los tours se hacen en tramos de escaleras mecánicas hasta la cima. Como si a alguien le hubiese dado por pintar grafitis en El Corte Inglés pero mejor.  

Y ando, entre hombres que bailan en pasos de cebra, esculturas de Botero y mensajes que dicen “Cuiden su ciudad”. ¡Ah! Y nada de fumar en las terrazas. Que en Medellín no se andan con tonterías, aunque tienen un aguardiente antioqueño que ni mi padre aguantaría en las sobremesas de los domingos. Un chupito de esto, otro de aquello y un tetrabrick de ron (sí, sí …) y ya podemos perdernos en la parranda del Parque Lleras. All-night-long

Y es que Medellín es una ciudad para caminar y bailarla, no para seguir un croquis de lugares turísticos. Para eso ya tenemos sus alrededores. Un buen ejemplo es la Piedra del Peñol, un monolito con vistas a un conjunto de embalses a complementar con un crucero donde se baila la conga en lugar de echar la siesta.

Al final te esperará Guatapé. Parecido al pueblo de tus abuelos, pero con más sabrosura y color, aquí los habitantes decidieron contar la historia de sus familias en forma de zócalos instalados en sus casas.

Así que corre, corre a colocarte en la cuca Calle del Recuerdo que seguro tendrás la foto con más likes del año.

Aunque quizás me esté adelantando.

 

Ay Cartagena…

Dormir en un autobús durante quince horas no era mi plan inicial, pero con unos cuantos besitos la cosa mejora.  (Los besitos son unas rosquillas típicas, bribones).

Además, el paisaje comienza a mutar, llenándose de palmeras, hombres cargados con plátanos y vacas en mitad de la selva. Todo muy in crescendo hasta que llegamos al Caribe, donde me sacude una ola de calor que ni las de Levante. Y yo con chaqueta de felpa.

Por suerte, en la estación me espera un taxista ancianito que me lleva hasta el corazón de Cartagena de Indias, el Santo Grial del antiguo imperio español. Un hombre tierno, de los que te preguntan si el aire acondicionado está bien y te ofrece un mango de la guantera. Porque Colombia es maravillosa, pero su gente tiene mucho que ver.

Unos ansiados shorts después toca perderse en la ciudad favorita de Gabriel García Márquez, el escritor que describió ese Caribe mágico de mariposas amarillas. Y Gabo, tengo que decirte que tus libros no se equivocaban: la Ciudad Vieja es un laberinto de casas de colores y balcones tropicales en los que apetece perderse con un amor de telenovela. Todo ello sin olvidarnos de las famosas palenqueras, que se prestan antes a una Story que a venderte guayabas, o los atardeceres desde la fortaleza.

Tampoco me olvido de ti, barrio de Getsemaní, con tus grafitis y plazas bohemias a conquistar con jarras de cerveza. Ni de los rascacielos de Bocagrande desde donde parten lanchas a paraísos como este. 

Playa Blanca es un paraíso que hará los ojos chiribitas a cualquier beach-seeker del mundo. El lugar ideal al que llegar tras una inmersión en los corales de islas del Rosario para prestarse al azul más intenso que habrás visto en tu vida.

Pero eso sí, ve en lancha, que seguro que de ahí sale alguna historia para contarle a tus nietos.

Sé por qué lo digo.

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Buscando a Gabo desesperadamente

Cuando uno crece haciéndose el árbol genealógico de Cien años de soledad a papel y boli, estar en Colombia y no visitar el pueblo de Gabriel García Márquez es como comerse una tortilla de patatas con ketchup. Imperdonable.

Es allí, no lejos de Santa Marta y al final de los bananeros, donde Aracataca alias Macondo continúa su vida. Donde la casa de Gabo ha sido restaurada y los martes se celebran  barbacoas junto a la casa del telégrafo que inspiró El amor en los tiempos del cólera.

Atardece, y termino comiendo un helado con niños que visten camisetas de Ozuna y Bad Bunny. Solo entonces se cierra un libro y se abre otro: el de un Caribe colombiano lleno de planes y rincones donde perderse.

Por ejemplo, río abajo, hasta el mar y las selvas de Palomino donde hippies conviven con indígenas y caballos salvajes. En cuya laguna un pescador wawu mete y saca la cabeza. Donde hay palmeras infinitas.

©Alberto Piernas

O seguir hasta el Parque Tayrona antes de desviarse en un trekking épico a la Ciudad Perdida.

Quizás aterrizar en un Carnaval de Barranquilla donde su Batalla de Flores te invita a unirte a la comitiva entre plumas y cabezudos.

La mejor prueba de que hoy, más que nunca, el país de Shakira está dispuesto a conquistarte y hacerte sentir mariposas.

Muchas mariposas amarillas.

mm
Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.