Caía la noche en un caluroso atardecer de verano, y yo me preparaba mentalmente para visitar una iglesia gótica del s.XIV sin electricidad.

El tema me daba algo de canguelo, pero ir farolillo en mano y totalmente a oscuras pudiendo recorrer los pasadizos y estancias secretas de la Basílica de Santa Maria del Pi de Barcelona hasta llegar a la cima de la torre del campanario me seducía como el que mira entre los dedos de su mano el siguiente susto de la peli de terror de turno. Además, en lo más alto me esperaba una cata de vinos con unas vistas que bien valían subir los 200 peldaños de la empinada y siniestra escalera de caracol.

Esa noche me tocó interpretar el papel de un fray franciscano muy avispado y descubrir los misterios de una basílica gótica con uno de los pocos campanarios de la ciudad que hoy en día aún conservan su estructura original del siglo XIV. Además, y para más inri, iba a inspeccionarla sin alumbrado y envuelto solamente por la luz tenue de las velas.

Vaya, que me sentí como Sean Connery interpretando a Guillermo de Baskerville en la abadía benedictina. Una ruta que en mi caso –y por fortuna– culminó en el punto más alto de la Barcelona antigua, donde me esperaba un premio en forma de cuatro copazas de vino y cava gozadas enfrente de unas vistas impresionantes. Sin libros achicharrados ni muertes por el camino: ante todo calma, que fui a pasarlo bien… o no.

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Me van los misterios

Visitar una iglesia de noche y a oscuras ya tiene lo suyo de tenebroso, pero si encima el guía de la visita –un hombre entrañable donde los haya y tremendamente culto– deja caer que en el escalón 100 del campanario de piedra se conserva un pisotón del mismísimo Lucifer, resulta inevitable acojonarse un poquito. No os desvelaré la leyenda porque lo suyo es que sea contada entre los muros de más de 500 años y la luz de las candelas, pero alguien debió de vender su alma al diablo para poder construir esta proeza arquitectónica en aquella época.

Y una pisada del diablo no está nada mal, pero sin fantasmas la cosa no tiene tanta gracia. Me van las apariciones y los buenos sustos. Por eso mismo, cada día alrededor de las doce de la noche –del mediodía no tendría ni la mitad de gracia– al pie del altar mayor de la Basílica del Pi, se oían tres veces y con una voz de martirio: “¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará?”. Esa voz provenía del espectro de un sacerdote de la Iglesia del Pi que se atrevió a hacer una misa sin monaguillo –y ya sabes lo recto que es el señor que vive allá arriba–. Al cabo de pocos días el pobre murió y fue condenado al Purgatorio –algo así como los protas de Lost–, de donde no podía salir hasta volver a celebrar otra misa con ayudante. Pero la llamada de ayuda ya no se oye porque una de esas veces a alguien se le ocurrió que sería buena idea contestar (hay gente para todo en esta vida).

En esta basílica además de fantasmas y pisadas del demonio habitan los conocidos Gegants del Pi: Mustafà y Elisenda. Estos dos, mucho más dóciles que sus compis de basílica, por poco no acaban carbonizados durante el mandato de tito Franco. La basílica los salvó de la quema –bendita sea– y los resguardó en su interior para que no los encontraran hasta que estuvieran a salvo.

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Foto: Sr. Boca

 

El premio: una ciudad embriagada a tus pies

Llegué hasta la azotea del campanario con la lengua fuera y muchas ganas de catar esos vinos y cavas prometidos al principio de la ruta. Las luces de la ciudad hicieron que lanzara el farolillo a su suerte, y la copa de cava rosado en su punto de frescura me refrescó más que un chapuzón en pleno agosto. Se trataba de un Trepat D.O. con notas delicadas de frutas rojas silvestres muy fácil de beber, que me sabió a poco por culpa de la sed producida por la maldita escalera –y mi falta de ejercicio diario–. Pero solo estaba empezando.

Las vistas de 360º y el aire fresco me ayudaron a olvidar los misterios de la basílica y me preparé para el Cop de Vent: un vino blanco intenso con recuerdos de uva fresca, albaricoque, pera y miel, que me sentó mejor que bien mientras el guía nos contaba secretos de la ciudad –inclusive jardines públicos de ensueño que nadie conoce y, lo siento, no desvelaré–.

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Foto: Sr. Boca

 

Con sus relatos logró trasladarme a la Barcelona medieval y sin nada en el estómago llega el tinto: Mas de Subirá, que a pesar de la creciente oscuridad  aprecié su brillante color a cereza y su aroma con notas de chocolate negro. Descubrí el gran número de torrentes que viajaban antiguamente por la calles y nos imaginamos cuán fangosa debía de ser la Barcelona de hace 500 años. Asquito máximo.

Para acabar la reunión a lo grande, un cocktail de cava con base Freixenet Ice servido en copa balón y grandes cubitos de hielo. De repente pienso cómo rayos han podido subir todas esas botellas, copas y hielos hasta tan arriba y sospecho que esa tarde se ha hecho otro pacto con el diablo.

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Foto: Sr. Boca

 

La bajada con chispa

Ya no queda líquido en el tejado gótico y la vuelta al suelo nunca fue tan divertida. Descendí por los 54 metros de altura con el vino corriendo por mis venas y hasta la pisada de satanás me dió la risa. “¡Que venga, que venga y se una a la fiesta!”. Voy con el puntillo y bajar la escalera de caracol me produce algo de mareo. Intento concentrarme, ir despacio y en silencio pero la paz de la iglesia desaparece cuando alguien murmura tres veces: “¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará?”.

Tan solo risas flojas contestan a la pregunta…

 

El tema me daba algo de canguelo, pero ir farolillo en mano y totalmente a oscuras pudiendo recorrer los pasadizos y estancias secretas de la Basílica de Santa Maria del Pi de Barcelona hasta llegar a la cima de la torre del campanario me seducía como el que mira entre los dedos de su mano el siguiente susto de la peli de terror de turno. Además, en lo más alto me esperaba una cata de vinos con unas vistas que bien valían subir los 200 peldaños de la empinada y siniestra escalera de caracol.

Esa noche me tocó interpretar el papel de un fray franciscano muy avispado y descubrir los misterios de una basílica gótica con uno de los pocos campanarios de la ciudad que hoy en día aún conservan su estructura original del siglo XIV. Además, y para más inri, iba a inspeccionarla sin alumbrado y envuelto solamente por la luz tenue de las velas.

Vaya, que me sentí como Sean Connery interpretando a Guillermo de Baskerville en la abadía benedictina. Una ruta que en mi caso –y por fortuna– culminó en el punto más alto de la Barcelona antigua, donde me esperaba un premio en forma de cuatro copazas de vino y cava gozadas enfrente de unas vistas impresionantes. Sin libros achicharrados ni muertes por el camino: ante todo calma, que fui a pasarlo bien… o no.

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Me van los misterios

Visitar una iglesia de noche y a oscuras ya tiene lo suyo de tenebroso, pero si encima el guía de la visita –un hombre entrañable donde los haya y tremendamente culto– deja caer que en el escalón 100 del campanario de piedra se conserva un pisotón del mismísimo Lucifer, resulta inevitable acojonarse un poquito. No os desvelaré la leyenda porque lo suyo es que sea contada entre los muros de más de 500 años y la luz de las candelas, pero alguien debió de vender su alma al diablo para poder construir esta proeza arquitectónica en aquella época.

Y una pisada del diablo no está nada mal, pero sin fantasmas la cosa no tiene tanta gracia. Me van las apariciones y los buenos sustos. Por eso mismo, cada día alrededor de las doce de la noche –del mediodía no tendría ni la mitad de gracia– al pie del altar mayor de la Basílica del Pi, se oían tres veces y con una voz de martirio: “¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará?”. Esa voz provenía del espectro de un sacerdote de la Iglesia del Pi que se atrevió a hacer una misa sin monaguillo –y ya sabes lo recto que es el señor que vive allá arriba–. Al cabo de pocos días el pobre murió y fue condenado al Purgatorio –algo así como los protas de Lost–, de donde no podía salir hasta volver a celebrar otra misa con ayudante. Pero la llamada de ayuda ya no se oye porque una de esas veces a alguien se le ocurrió que sería buena idea contestar (hay gente para todo en esta vida).

En esta basílica además de fantasmas y pisadas del demonio habitan los conocidos Gegants del Pi: Mustafà y Elisenda. Estos dos, mucho más dóciles que sus compis de basílica, por poco no acaban carbonizados durante el mandato de tito Franco. La basílica los salvó de la quema –bendita sea– y los resguardó en su interior para que no los encontraran hasta que estuvieran a salvo.

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Foto: Sr. Boca

 

El premio: una ciudad embriagada a tus pies

Llegué hasta la azotea del campanario con la lengua fuera y muchas ganas de catar esos vinos y cavas prometidos al principio de la ruta. Las luces de la ciudad hicieron que lanzara el farolillo a su suerte, y la copa de cava rosado en su punto de frescura me refrescó más que un chapuzón en pleno agosto. Se trataba de un Trepat D.O. con notas delicadas de frutas rojas silvestres muy fácil de beber, que me sabió a poco por culpa de la sed producida por la maldita escalera –y mi falta de ejercicio diario–. Pero solo estaba empezando.

Las vistas de 360º y el aire fresco me ayudaron a olvidar los misterios de la basílica y me preparé para el Cop de Vent: un vino blanco intenso con recuerdos de uva fresca, albaricoque, pera y miel, que me sentó mejor que bien mientras el guía nos contaba secretos de la ciudad –inclusive jardines públicos de ensueño que nadie conoce y, lo siento, no desvelaré–.

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Foto: Sr. Boca

 

Con sus relatos logró trasladarme a la Barcelona medieval y sin nada en el estómago llega el tinto: Mas de Subirá, que a pesar de la creciente oscuridad  aprecié su brillante color a cereza y su aroma con notas de chocolate negro. Descubrí el gran número de torrentes que viajaban antiguamente por la calles y nos imaginamos cuán fangosa debía de ser la Barcelona de hace 500 años. Asquito máximo.

Para acabar la reunión a lo grande, un cocktail de cava con base Freixenet Ice servido en copa balón y grandes cubitos de hielo. De repente pienso cómo rayos han podido subir todas esas botellas, copas y hielos hasta tan arriba y sospecho que esa tarde se ha hecho otro pacto con el diablo.

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Foto: Sr. Boca

 

La bajada con chispa

Ya no queda líquido en el tejado gótico y la vuelta al suelo nunca fue tan divertida. Descendí por los 54 metros de altura con el vino corriendo por mis venas y hasta la pisada de satanás me dió la risa. “¡Que venga, que venga y se una a la fiesta!”. Voy con el puntillo y bajar la escalera de caracol me produce algo de mareo. Intento concentrarme, ir despacio y en silencio pero la paz de la iglesia desaparece cuando alguien murmura tres veces: “¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará? ¿Quién me ayudará?”.

Tan solo risas flojas contestan a la pregunta…

 

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Lo mío es la búsqueda continua de nuevos locales que me descubran manjares para mi gran boca cómelotodo. Tengo una libreta con una lista de restaurantes pendientes que no tiene fin. Viajaría al fin del mundo por una buena hamburguesa.