A unos días de cumplir los 33 (y un poco más sensible con el tema de lo que me gustaría confesar… menos mal que el espíritu Houdini no tiene edad), reflexiono sobre mis últimas experiencias festivaleras y me doy cuenta con horror de que me he convertido en una viejales cascarrabias.

Esperando para entrar en uno de los festivales de este verano, escuché a un grupo de chavales que tenía al lado decir “esto ya no es como antes, tíos, ya no somos épicos”. Mi primer impulso fue darme la vuelta con desdén, claro, pero conforme iba enfurruñándome, una gran nube se me instaló en la cabeza… ¿Me está pasando eso a mí? ¿Mis festivales ya no son épicos?

Y es que me doy cuenta de que cada vez hay más cosas que me sacan de mis casillas en un festival. Cosas de las que ni siquiera era consciente cuando iba mis primeras veces. Socorro, doctor, ¿soy una hater festivalera? Veamos:

Foto + portada + destacado: Facebook Tomorrowland

Las colas

Es verdad que esto a los veinte igual no me pasaba. Siempre he sido de las de abrir el recinto, incluso cuando me he visto en EE.UU., donde festivales como el Governor’s Ball tienen la manía de poner las primeras lanzaderas a la hora del café (resulta chocante ver a gente bebiendo mimosa antes de que tú seas persona, pero quién soy yo para juzgar). En algunos casos, como un histórico BBK, llegué a abrirlo Y cerrarlo los tres días… Y a mudarme a la vuelta… Aunque eso es otra historia.

Si eres una de las cuatro irreflexivas capaces de plantarse en un recinto a cuarenta grados a la sombra para escuchar a grupos de los que no has oído más que una maqueta, lógicamente te ves más desbordada por WhatsApps de “ya nos vemos dentro si eso, ¿eh?” que por gente que quiera entrar tres minutos antes. No sé, será que ahora soy sensata; pero, en serio, ¿cuánta gente cabe dentro de un festival? ¿Y por qué quiere entrar toda al mismo tiempo? Y, sobre todo, ¿al mismo tiempo que yo? ¿EH?

El hambre

Es que en todo festival hay una serie de dificultades básicas inherentes a la alimentación. En primer lugar, no tienes hueco entre concierto y concierto (ay, los solapes… Otro día hablamos de los solapes), porque planificarse es de cobardes, y, claro, te ha dado el ataque de hambre justo cuando empiezan los cabezas de cartel; de nuevo las colas, porque a ver si crees que eres la única persona que tiene hambre a la hora de cenar… ¡NO! Todas esas personas con las que te peleaste para entrar en el recinto ahora están colocadas antes que tú en la fila de los puestos, lo que te convierte en una firme candidata a quedarte sin el último trozo de pizza del festival… Y es que por algún motivo, en ningún festival hay nunca comida suficiente.

Y, si por casualidad la hubiera, Murphy se encarga de que nunca sea de la variedad que querías comer. Un consejo de viejales: dale las gracias a Murphy (por esta vez) porque por muy apetecible que sea zamparte durante tres días bocatas gigantescos de parrillada con chimichurri o sendos burritos con jalapeños, tu estómago te va a agradecer que por una vez te tomes un arroz con verduras del puesto tailandés. Palabra de gocha.

El clima

Siendo honestos, mi crianza andaluza ya me ha dejado una seria tendencia a cancelar cualquier plan que hubiera hecho previamente si aparece una tormenta por sorpresa. Pero también es cierto que en ese “cualquier plan” nunca habían entrado los festivales. ¡Un festival no se cancela! ¡Un festival se disfruta bajo la lluvia!

Y mira: no. Ahora me encuentro en mi casa escuchando mi playlist previa del festival (porque así soy yo: me gusta hacer deberes hasta para irme de festi) y replanteándome cuánto me gusta cada grupo en una escala del 1 al 10 si tengo que buscar un poncho.

Los baños

A pesar de los desvelos de mi familia, lamento comunicar que la edad no me ha hecho mucho más sabia, y desde luego nada más sofisticada y elegante. Es más, con quince años sabía maquillarme y ahora siempre parezco producto de la escopeta de Homer, y con veinte podía vestirme para un evento sin tener que tirar todo el armario al suelo en busca de una prenda salvadora. Mi carencia total de refinamiento solo tiene una excepción, y es esta.

Yo, que he hecho el descenso del Sella por charcos de pis ajenos en el Low Festival; yo, que he usado un agujero para que mis desechos se hicieran compost en el Rock en Seine, yo, lloro de entusiasmo cuando llego a la zona de WC de un festival y me encuentro con esto.

Foto: Vega Pérez-Chirinos

El postureo

Lo he dejado para el final, pero coincido con mis amigas en que si hay una causa con grandes probabilidades de terminar generándome antecedentes penales es esta. VAMOS A VER (por partes):

1. Hacerse fotos donde se aprecie tu look festivalero me parece una actividad tan legítima como cualquier otraSalvo que midas uno setenta sin tacones y te empeñes en ponerte justo en mi ángulo de visión doscientas veces mientras pruebas poses de espaldas al escenario para que tu cámara tenga profundidad de campo suficiente.

2. Llevar un gorro divertido para que te encuentren tus amigos y para que medio festival acabe acercándose a hacerse fotos contigo me parece una estrategia fantástica para no perderse y para ligar… Salvo que no te lo quites cuando estás en primera fila y tapas a todas las personas de los cincuenta metros siguientes.

3. Sonreír a las personas que están trabajando tras la barra no solo me parece estupendo sino imprescindible considerando lo que tienen encima… Salvo que lo hagas para colarte a costa de los que llevan veinte minutos esperando su bebida.

4. Charlar con tus amigos a grito pelado me parece algo maravilloso si tu garganta te lo permite… Salvo que te empeñes en hacerlo frente al escenario. Porque, vamos a ver, ¿aquí no habíamos venido a disfrutar de la música en directo? ¿Soy yo la única?

En fin. Después de este desahogo, debo confesar una cosa: en realidad no me preocupa lo más mínimo mi transformación en treintañera cascarrabias. Porque detrás de todo lo que refunfuño, sigue estando la misma chica que da palmas como una niña pequeña cuando tocan su canción favorita, que se hace fotos con los hinchables para enviarlas a su compañera de festivales de toda la vida (te quiero, twisted sister), que sigue bailando como si no hubiera un mañana aunque tenga que ser en un lateral para tener el espacio vital que necesita, y que siente cosquillas en la tripa de emoción cuando se ajusta la pulsera.

Una publicación compartida de Guillaume Ruchon (@guiruch) el

Si a ti también te pasa, tenemos una cita para ti. Próxima parada: el Tomorrowland. ¿O es que te vas a perder la primera cita en España de este clásico entre los clásicos festivaleros?

Esperando para entrar en uno de los festivales de este verano, escuché a un grupo de chavales que tenía al lado decir “esto ya no es como antes, tíos, ya no somos épicos”. Mi primer impulso fue darme la vuelta con desdén, claro, pero conforme iba enfurruñándome, una gran nube se me instaló en la cabeza… ¿Me está pasando eso a mí? ¿Mis festivales ya no son épicos?

Y es que me doy cuenta de que cada vez hay más cosas que me sacan de mis casillas en un festival. Cosas de las que ni siquiera era consciente cuando iba mis primeras veces. Socorro, doctor, ¿soy una hater festivalera? Veamos:

Foto + portada + destacado: Facebook Tomorrowland

Las colas

Es verdad que esto a los veinte igual no me pasaba. Siempre he sido de las de abrir el recinto, incluso cuando me he visto en EE.UU., donde festivales como el Governor’s Ball tienen la manía de poner las primeras lanzaderas a la hora del café (resulta chocante ver a gente bebiendo mimosa antes de que tú seas persona, pero quién soy yo para juzgar). En algunos casos, como un histórico BBK, llegué a abrirlo Y cerrarlo los tres días… Y a mudarme a la vuelta… Aunque eso es otra historia.

Si eres una de las cuatro irreflexivas capaces de plantarse en un recinto a cuarenta grados a la sombra para escuchar a grupos de los que no has oído más que una maqueta, lógicamente te ves más desbordada por WhatsApps de “ya nos vemos dentro si eso, ¿eh?” que por gente que quiera entrar tres minutos antes. No sé, será que ahora soy sensata; pero, en serio, ¿cuánta gente cabe dentro de un festival? ¿Y por qué quiere entrar toda al mismo tiempo? Y, sobre todo, ¿al mismo tiempo que yo? ¿EH?

El hambre

Es que en todo festival hay una serie de dificultades básicas inherentes a la alimentación. En primer lugar, no tienes hueco entre concierto y concierto (ay, los solapes… Otro día hablamos de los solapes), porque planificarse es de cobardes, y, claro, te ha dado el ataque de hambre justo cuando empiezan los cabezas de cartel; de nuevo las colas, porque a ver si crees que eres la única persona que tiene hambre a la hora de cenar… ¡NO! Todas esas personas con las que te peleaste para entrar en el recinto ahora están colocadas antes que tú en la fila de los puestos, lo que te convierte en una firme candidata a quedarte sin el último trozo de pizza del festival… Y es que por algún motivo, en ningún festival hay nunca comida suficiente.

Y, si por casualidad la hubiera, Murphy se encarga de que nunca sea de la variedad que querías comer. Un consejo de viejales: dale las gracias a Murphy (por esta vez) porque por muy apetecible que sea zamparte durante tres días bocatas gigantescos de parrillada con chimichurri o sendos burritos con jalapeños, tu estómago te va a agradecer que por una vez te tomes un arroz con verduras del puesto tailandés. Palabra de gocha.

El clima

Siendo honestos, mi crianza andaluza ya me ha dejado una seria tendencia a cancelar cualquier plan que hubiera hecho previamente si aparece una tormenta por sorpresa. Pero también es cierto que en ese “cualquier plan” nunca habían entrado los festivales. ¡Un festival no se cancela! ¡Un festival se disfruta bajo la lluvia!

Y mira: no. Ahora me encuentro en mi casa escuchando mi playlist previa del festival (porque así soy yo: me gusta hacer deberes hasta para irme de festi) y replanteándome cuánto me gusta cada grupo en una escala del 1 al 10 si tengo que buscar un poncho.

Los baños

A pesar de los desvelos de mi familia, lamento comunicar que la edad no me ha hecho mucho más sabia, y desde luego nada más sofisticada y elegante. Es más, con quince años sabía maquillarme y ahora siempre parezco producto de la escopeta de Homer, y con veinte podía vestirme para un evento sin tener que tirar todo el armario al suelo en busca de una prenda salvadora. Mi carencia total de refinamiento solo tiene una excepción, y es esta.

Yo, que he hecho el descenso del Sella por charcos de pis ajenos en el Low Festival; yo, que he usado un agujero para que mis desechos se hicieran compost en el Rock en Seine, yo, lloro de entusiasmo cuando llego a la zona de WC de un festival y me encuentro con esto.

Foto: Vega Pérez-Chirinos

El postureo

Lo he dejado para el final, pero coincido con mis amigas en que si hay una causa con grandes probabilidades de terminar generándome antecedentes penales es esta. VAMOS A VER (por partes):

1. Hacerse fotos donde se aprecie tu look festivalero me parece una actividad tan legítima como cualquier otraSalvo que midas uno setenta sin tacones y te empeñes en ponerte justo en mi ángulo de visión doscientas veces mientras pruebas poses de espaldas al escenario para que tu cámara tenga profundidad de campo suficiente.

2. Llevar un gorro divertido para que te encuentren tus amigos y para que medio festival acabe acercándose a hacerse fotos contigo me parece una estrategia fantástica para no perderse y para ligar… Salvo que no te lo quites cuando estás en primera fila y tapas a todas las personas de los cincuenta metros siguientes.

3. Sonreír a las personas que están trabajando tras la barra no solo me parece estupendo sino imprescindible considerando lo que tienen encima… Salvo que lo hagas para colarte a costa de los que llevan veinte minutos esperando su bebida.

4. Charlar con tus amigos a grito pelado me parece algo maravilloso si tu garganta te lo permite… Salvo que te empeñes en hacerlo frente al escenario. Porque, vamos a ver, ¿aquí no habíamos venido a disfrutar de la música en directo? ¿Soy yo la única?

En fin. Después de este desahogo, debo confesar una cosa: en realidad no me preocupa lo más mínimo mi transformación en treintañera cascarrabias. Porque detrás de todo lo que refunfuño, sigue estando la misma chica que da palmas como una niña pequeña cuando tocan su canción favorita, que se hace fotos con los hinchables para enviarlas a su compañera de festivales de toda la vida (te quiero, twisted sister), que sigue bailando como si no hubiera un mañana aunque tenga que ser en un lateral para tener el espacio vital que necesita, y que siente cosquillas en la tripa de emoción cuando se ajusta la pulsera.

Una publicación compartida de Guillaume Ruchon (@guiruch) el

Si a ti también te pasa, tenemos una cita para ti. Próxima parada: el Tomorrowland. ¿O es que te vas a perder la primera cita en España de este clásico entre los clásicos festivaleros?

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Adicta a la música en directo y matriarca de una peluda familia numerosa. Tiene el corazón dividido entre Sevilla y Lavapiés. El 70% de su cuerpo no es agua, sino una mezcla de café, cerveza y gazpacho. Cuando domine el mundo implantará los tres desayunos diarios por ley.