¿Todavía crees que quien viaja solo es porque no tiene quien le aguante? Mira, no. Viajar a tu aire sin tener que rendir cuentas a nadie es una de las mejores experiencias de la vida. Palabrita.

Decía El Cordobés aquello de “es mentalizarse y quererse de verdad, sano, ese cuerpo, tener potencia, ser feliz, quererte tu mismo, quererte tú mucho, porque quieres también al que tienes a tu ‘lao’ y todo sale de verdad, de deporte”, y, fíjate, es la primera vez que estoy de acuerdo en algo con un torero. Y es que hacer planes con los colegas o la pareja es una cosa estupenda, desde luego, pero también tiene sus inconvenientes; y además, eso ya lo sabíais.

Sin embargo, tenemos como un miedo absurdo a ir solos por ahí. Esa sensación de que todo el mundo piensa que eres un perdedor si te vas a cenar solo o que viajas a tu bola porque no hay quien te aguante. Y, mira, no. Viajas solo porque no tienes que cuadrar las vacaciones con nadie, porque se acabó la pelea playa-montaña, porque es una auténtica delicia.

No niego que a mí me ha costado lanzarme. Pero tenía un congreso en Viena y una deuda conmigo misma para conocer Praga, y una es muy de venirse arriba y me marqué un circuito Budapest-Viena-Praga con la única compañía de mis listas de Spotify que me sentó mejor que ningún otro viaje que haya hecho.

Primera ventaja: los horarios

Llegué a Budapest hecha un cromo por empeñarme en viajar nada más terminar el curso (niños, no lo intentéis en vuestras casas. Todo adulto responsable sabe que hace falta un día para descansar ANTES y DESPUÉS de las vacaciones). Abrí la puerta de la habitación. Caí en coma en esa cama enorme que podía disfrutar sin perrito, por fin (viajar con perrito mola, pero viajar sin perrito, pues mira, a veces sienta bien). Cuando abrí el ojo, estaba anocheciendo. Me di una vuelta río arriba y río abajo. No regrets. Ninguno.

¿Que quieres saltarte los desayunos de los hoteles? Te los saltas. ¿Que quieres ver diez museos en un día porque estás en modo espídico? Te los ves todos a cámara rápida (y haz el favor de comprar la Vienna Pass ANTES, y no después de haber pagado la entrada de tres. Que se conocen casos). ¿Que te quieres quedar en el hotel porque nada más pisar Viena cae el diluvio universal? Pues te enchufas una peli y a volar. Ah, soledad, divino tesoro.

Segunda ventaja: las comidas

Soy una fanática de los desayunos. Desayunaría todo el rato si por mí fuera. Y, ¡oh, vaya! Es que sólo depende de mí. Así que durante diez días desayuno tarta y café gigante dos veces al día y limito la comida de verdad para las cenas. Porque, qué narices. Ser adulto implica saber que te estás alimentando como un niño de seis años y que no te importe lo más mínimo (y lavarte los dientes después de cada comida). Se acabaron las discusiones por el “ay, es que no me apetece chino”, “y por qué no pizza”, “no hemos venido hasta aquí para comer hamburguesas”. Comes lo que quieres. Cuando quieres. Como quieres.

¿Cruzarte la ciudad para comer donde te dijo tu amigo el que se vino de Erasmus? Hecho (y muy bien hecho, por cierto: ¡que nadie se pierda el Castro Bistro!) Es un poco más triste la parte de las bebidas, la verdad: en diez días, sólo eché de menos compañía cuando me adentré por los bares de ruina húngaros, que es posible que requieran ir con más gente para ir empalmando una cerveza tras otra en cada uno de ellos. Confieso que ahí me pudo el tópico y me sentí un poco la niña rara a la que no han invitado a la fiesta: una birra en el Szimpla Kert y me marché. Lástima. Tendré que volver (si alguien tiene ganas de hacer un tour por el Danubio llamado “pizza and beer” que me llame. Gracias).

Tercera ventaja: los planes locos

Hola, tengo 32 años y soy adicta a Lego. Qué le voy a hacer, es lo que hay. Así que me planto en Praga y aunque acaban de rechazarme en un proceso de selección para ellos (Silberbauer, si me estás leyendo: os amo. Dame trabajo) no tengo reparo alguno en meterme en el museo de Lego y pagar unos diez euros para entrar en un sótano lleno de niños chillones a pararme, emocionada, frente a mis Fabuland en una vitrina.

¿Que quieres subir dos veces la terrorífica cuesta del castillo porque la primera el museo de los juguetes está cerrado? Pues lo haces. ¿Que quieres pararte en una cafetería sólo porque en la puerta dicen que tienen limonada de violetas? Te paras. ¿Que decides que no quieres beber ninguna otra cosa el resto de tu vida y te quedas en el bar pasando Stories y bebiéndote tres? Pues allá tú. Tu viaje, tus reglas. Advertencia: es posible que termines emborrachándote con un camarero surfista en un bar que huele a mazmorra del siglo XV, pero que tiene máquinas de arcade gratis.

Créditos: License CC0

Y no hay que irse tan lejos…

Si se te están poniendo los dientes largos, hazte un favor: piensa también en las pequeñas cosas. Ese restaurante al que siempre has querido ir. Esa obra de teatro a la que nadie quiere acompañarte. Hazte un regalo: proponte un planazo, o permítete una experiencia única. Ten una cita contigo mismo. No sabes lo bien que puede llegar a sentarte.

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Adicta a la música en directo y matriarca de una peluda familia numerosa. Tiene el corazón dividido entre Sevilla y Lavapiés. El 70% de su cuerpo no es agua, sino una mezcla de café, cerveza y gazpacho. Cuando domine el mundo implantará los tres desayunos diarios por ley.